Hasta que, en 1980, la Casa Editrice Valentino Bompiani no publicó "Il nome della rosa", a nadie se le habría ocurrido establecer asociaciones entre Umberto Eco y Jorge Luis Borges.
Cada uno seguía su propio curso intelectual, sin visos de confluencia. Por un lado, la apabullante y rigurosa erudición del semiólogo italiano. Por el otro, la selectiva y dilettante erudición de un Borges, que apuntaba casi exclusivamente a justificar una cosmovisión expresada a través de "las mitologías del arrabal" y de "los juegos con el tiempo y con el infinito". (1) Borges era un ciego tímido y "un polemista temible y arbitrario" (2) que reconocía que "vida y muerte le han faltado a mi vida". (3) Eco es un gárrulo y chisporroteante profesor universitario que, con igual desparpajo, cita a Aristóteles, a Cicerón, a Santo Tomás de Aquino, a Shakespeare, a Cervantes, a Baudelaire, a Goethe y a Croce en sus lenguas originales, "toca la flauta dulce con destreza profesional y se regodea con un repertorio aparentemente interminable de canciones burlescas colmadas de erudición y vulgaridad" (4), reconoce que le fascina la televisión, que escucha a Julio Iglesias y confiesa que Rafaella Carrá es "un boccato di cardinali" (5). Sin embargo, con la arrolladora irrupción del autor de Lector in fabula en el campo de la narrativa, las asociaciones se renuevan y multiplican en 25 traducciones y 5 millones de ejemplares. Ya el mero título de la famosa novela organiza las reminiscencias hacia un Borges que, en 1975, escribía "The unending rose" (6) y que, en 1964, con "El golem", dejaba una constancia tentativa de que "el nombre es arquetipo de la cosa" y de que "en las letras de rosa está la rosa" (7). Si a eso le sumamos la escandalosa identificación del personaje Jorge de Burgos con el legendario director de Biblioteca Nacional de Buenos Aires, para muchos lectores argentinos, la asociación se encrespa sobre la cabeza de Umberto Eco como una amenaza pendular que oscila entre la calumnia y el plagio.