Escribir es una práctica solitaria. Puede que las imperiosas exigencias de la novedad, el mercado y la búsqueda intenten situaciones en las cuales el escritor exponga, íntima y en tiempos simultáneos, las presiones nerviosas a la tecla suprimir, los cestos rebosantes de vigorosos bollos de papel, los insultos, los mates o las cafeteras eléctricas, los gestos de mal humor, la transpiración y los gritos bestiales de frustración e imposibilidad. Será, tal vez,  por medio de una cámara casera, perfomances en vivo o un –ciento por ciento aburridísimo- reality de aspirantes a hacedores de literatura. Ya se ha visto bastante con las artes plásticas, experiencias en vivo y en directo mucho más ágiles e interesantes que las manos que trazan letras y unen oraciones en párrafos.

Una vez concluido el proceso, está el libro; que ya sabemos se independiza del autor. Tanto algunas veces, que, pasado el tiempo y acrecentado el oficio, cuesta admitir que ciertas construcciones hayan salido de esa misma mente que en el presente mira intentando disimular el horror que le causa la evocación a cargo de un memorioso del apellido del personaje más que secundario de tal o tal cuento, o la interpretación forastera o inabordable de un lector sobre el final o las acciones que se relatan en las páginas acunadas por el, en aquel momento, amnésico interpelado.

Recurriendo a lo que el saber popular asigna a los que les gusta el durazno, cuando un libro tiembla en las manos del escritor pugnando por levantar vuelo, éste se enfrenta con la contradictoria sensación de querer impulsarlo a alcanzar latitudes significativamente distantes –pulsión que predomina en la mayoría de los casos- con la de retacearlo, apresarlo, hundirlo y hasta aniquilarlo con tal de preservar su contenido en tanto expresión de la pudorosa desnudez de un escriba, quizás poco preparado a asumir las consecuencias de la inevitable lejanía e independencia de los textos y sus lectores.

Para personalizar mi instancia, comentaré esta variante: habiendo publicado mi segundo libro, los relatos de “Hasta Dios en Camello”, diez cuentos donde los protagonistas viajan con objetivos que terminan distorsionándose a manos del azar, sus propios fantasmas, el desencanto o un camino que los conduce a ellos mismos  a la nulidad o suspención de la meta, tuve la ocasión de concurrir a su exposición, recién salido, en el stand de la editorial en la Feria del Libro. Sentada a una mesa atiborrada de ejemplares, con el marco de mi retrato por detrás y el cartel anunciando la firma de ejemplares por delante, con una ráfaga continua de aire acondicionado que me erizaba la piel más que la situación y que me obligó a colocarme un abrigo prestado que no combinaba en absoluto con mi inútilmente estudiado atuendo, aguardaba incómoda, emocionada, divertida y nerviosa esa primera vez de ese lado del mostrador.

Mucha gente querida, esos que apoyan cualquier circunstancia de los suyos, algunos conocidos, halagados o gratamente sorprendidos por mi suerte, dándome sus sinceras felicitaciones –incluso alguno confesando con pudor o para demostrar el alcance de su aprecio que jamás habían pisado la tan mentada Feria del Libro de Buenos Aires-. Lectores, muchos; no míos claro, la de “Hasta Dios en Camello” es una situación inversa a encontrarse con el autor de un libro que se haya terminado y apreciado. Sí tuve inquisiciones acerca de pintura en frío, cocina vegetariana o misteriosos “trabajos sobre vidrio”, a las que amablemente, un poco disculpándome, derivé a las encargadas de atender el stand que podrían asesorarlos acerca de esos manuales que –quizás, ahora se me ocurre- no estén tan alejados de la ficción que proponía mi reciente vástago de papel y tinta. Sí tuve que dar explicaciones sobre el título, que para muchos proponía alternativas de travesías espirituales, disertación religiosa o elogio al pensamiento oriental. Reconozco cierta impaciencia, cierta perversa satisfacción, un regodeo tozudo en la incomprensión cuando descarnadamente revelé: “Dios es Maradona” y la sensación de halago inmerecido de cuando un habitué de la Feria me hizo firmar su libro de autógrafos de más de diez años de concurrencia.

Por último, hay cuestiones que para el escritor van más allá de lo que puede ayudar a la difusión de su libro –no puede apreciarse aquello que no se conoce; de diez personas que lo lean conque una sola lo haya disfrutado; a la gente le llama la atención ver al original de carne y hueso debajo del cartel publicitario con la foto; algún hijo o nieto de aquel viejo lector dará con el libro y murmurará nuestro ya perimido nombre... y todas esas cosas que se dicen y se han dicho- y que tienen que ver con la experiencia, la observación, esa circunstancia novedosa que, unida al componente emocional de esos casos, dispara la imaginación; una cuestión sagrada, temida y atesorada por todo aquel que escribe.              

p align="center">