El museo está oscuro; mi hijo me roza la espalda y se escapa al salón contiguo. Parece haber reaccionado, despojado súbitamente de un letargo o una traba y retomar su inquietud de niño, una vez restablecido del calor y el sol bizantino, persa o turco, igual de lacerante. Así como uno nunca se baña en el mismo río, ¿tampoco es así con el sol? Los rayos que iluminaron hace más de dos mil trescientos años a Alejandro Magno quizás hayan sido emitidos por nuestra estrella unos minutos antes de los que nos bañan ahora, al menos, según su percepción de regente suprema del sistema solar. Sigo frente al sarcófago de piedra de Alejandro sin preocuparme por dónde está el chico: el museo no tiene una estructura laberíntica sino de cuartos sucesivos y conectados; además él está afectado por ese virus del movimiento permanente y la atención efímera así que, seguramente, va a volver a aparecer de un momento a otro, solo y caminando sobre las puntas o acompañado por alguno de los guardianes. Su ida me ha producido esa mezcla de rabia resignada que se experimenta ante los descuidos o las tonterías de los hijos; la reprobación y también la disculpa, porque el sarcófago es una obra maravillosa que me permitiría hablarle de la Batalla de Issos, de su maestro Aristóteles, de Filippo, su padre; ni llegué a decirle que aquel de ahí, en la esquina, era el mismo Alejandro con una piel de león sobre su cabeza. No me dio tiempo, el muy artista; tan ensimismado que parecía siguiendo los bajorrelieves de la caja rectangular, cuando en realidad estaba tomando aliento después de una caminata extenuante por el exterior.

El público se renovaba de a poco rodeando la pieza y él sin aparecer. Seguí a la sala contigua y a la próxima. Lo hallé en un salón casi vacío: tenía unas pocas rocas fragmentarias con inscripciones aisladas y borrosas. Los visitantes se asomaban y se marchaban enseguida, poco atraídos por esos restos difíciles de identificar, con apenas anotada una referencia al sitio de hallazgo y la fecha aproximada de origen. Estaba con la vista fija en un pequeño bloque de piedra escrita. La explicación, en este caso, era bastante extensa. Sin mirarme, hizo un gesto para que la leyera. Decía que era un trozo de lápida del siglo segundo o tercero después de Cristo, en la que un comerciante lamentaba la muerte de su hija de diez años y expresaba lo que añoraría sus conversaciones, los paseos compartidos, la vista que tenía desde su ventana de los juegos de la niña, amenizando cada jornada de labor.

El reflejo, la empatía, el gusto por la autorreferencia suelen ser más poderosos que las hazañas militares, los sueños ambiciosos y la épica de los valientes; así que no me sorprendió que el lamento por una hija muerta, ese homenaje que logró una perduración inesperada, un llamado que estaba siendo atendido tantos siglos después, lo tuviera tan conmovido. Sin decirnos mucho nos tomamos de la mano, compartiendo la universalidad de algunos sentimientos, la prolongación y la vigencia de algunas situaciones.

La pérdida de la inocencia no siempre implica aberraciones, ofensas o manejos traumáticos. Por otro lado, es esperable ver al primer emperador del mundo, dos milenios atrás, cabalgando durante meses, librando batallas extraordinarias, cobijado debajo de la cabellera majestuosa del rey de los animales. Pero, qué hay de descubrir que un simple anónimo en la antigüedad más remota, sentía y no sólo sentía sino manifestaba un dolor de una manera tan contemporánea, tan conocida, tan carente de necesidad de contexto.

Hoy, dieciocho de enero de 2016, recordé ese episodio gracias a los juegos, caprichosos, perversos e ingobernables que tiene la memoria. Buscando una de las ciudades que Italo Calvino le hace describir a Marco Polo en “Las Ciudades Invisibles”, mientras sonaban noticias en el televisor de un vecino ruidoso y llovían tintineos en los teléfonos celulares de mis alrededores, encontré la misma angustia, igual perplejidad y semejante maravilla que mi hijo en el museo cuando repetí el fragmento final.

Dice Marco Polo a Kublai Khan: “El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio.”