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DaniloAlberoVergara 3/6/2017 7:12:34 AM
DaniloAlberoVergara
Un celular en la caja fuerte
Danilo Albero Vergara escritor argentino
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Tags Danilo Albero Vergara literatura literatura latinoamericana escritores argentinos relatos ensayos literarios narrativa argentina escritores latinoamericanos
 
Literatura, relatos, escritores latinoamericanos
 

Quizás un título más adecuado hubiera sido: "Un teléfono celular chino encontrado en la caja fuerte de un hotel de Praga". Demasiado largo, pero más acorde al rizoma de relaciones paranoicas que me provocó el hallazgo porque, como dice un breve texto de narrativa argentina, "Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías".

Desde mi adolescencia, mucho antes de debutar en el diván, sabía que mi imaginación es bastante irrequieta y que mis adiciones farmacológicas están más cerca del clonazepam que de las anfetaminas que, por aquellos años, se llamaban Valium o Pervitín.

Aunque nuestra onírica estadía en Praga tuvo un boost cuasi anfetamínico ya con el viaje desde las estaciones Budapest Keleti a Praha hlavní nádraží; y esto gracias nuestro desconocido compañero de viaje, el hombre del saco de tweed trama espina de pescado en tonos marrón claro, que me hizo pensar si no habíamos sido protagonistas de una novela de Ian Fleming. Las secuelas de la inesperada compañía se sumaron a nuestras lecturas previas al viaje, que nos enamoraron de la ciudad antes de conocerla. Sabíamos que Praga, en los años de la guerra fría, fue uno de los lugares de cruce de información de espías de los países del Pacto de Varsovia y la OTAN.

Uno de mis cancelados proyectos, por falta de tiempo, fue beber un dry martini en el mirador de la torre de Televisión de Žižkov -levantada para interferir las transmisiones de radio de Europa occidental destinadas a los checos-, con su estilo high tech, tan distante de la sórdida arquitectura estalinista que habíamos visto en algunos edificios de Budapest. Esto había sido por aquellos años en que "buenos y malos" eran fáciles de identificar y nadie pensaba siquiera que años después un nuevo fantasma recorrería, si no Europa, el mundo, y que ese Golem habría de requerir de un neologismo para nombrarlo: "posverdad". También estábamos al tanto de que, en los años de la guerra fría, la ciudad había sido elegida por el Kremlin para "blanquear" el dinero utilizado en su red de agentes y espías en occidente y que, también, era una suerte de "ciudad abierta" para espías, chivatos y correos secretos, no del Zar sino de "buenos y malos".

Vimos que algo del espíritu de aquellos años sigue vigente, y esto gracia a la advertencia en el hotel cuando consultamos acerca de cambiar dinero: identificar casas de cambio con ciertas siglas y carteles azules. La simple experiencia de preguntar en cambistas comunes y las recomendadas de "carteles -ya que no cascos- azules" fue elocuente; un 30 por ciento de diferencia. Es bueno ver que algunas tradiciones siguen vivas.

El primer día me tocó oficiar de guía. Salimos del hotel con 8 grados bajo cero, caminamos a lo largo de la ribera del río Moldava desde el "edificio Danzante" hasta el Puente Carlos y nos internamos en el barrio Malá Strana. Remontamos la calle Nerudova y pude cumplir con el primer objetivo: sacarme una foto frente a la casa donde vivió el escritor Jan Neruda. De allí seguimos hasta la iglesia de San Vito para ver el vitral art decó de Alfons Mucha.

El segundo día fue el turno de Beatriz de guía, recorrimos la plaza de la ciudad vieja y, en el Antiguo Ayuntamiento, esperamos que el reloj astronómico nos diera las horas, no sólo de Praga; también las de la antigua Bohemia y la de Babilonia. Vimos girar alrededor de sus cuadrantes, la rueda del Zodíaco; vimos las posiciones del sol y de la luna; vimos las figuras de la Muerte, la Vanidad, la Codicia y la Lujuria; vimos a los doce apóstoles. En algún momento pensé si todo aquel universo mecánico que, como un metrónomo marca el ritmo de nuestras vidas, pasiones y miserias, no era una gran metáfora de nuestra existencia y paso por este valle de lágrimas, todo a propósito del próximo objetivo: el barrio judío.

Seguimos rumbo a la Sinagoga Vieja Nueva, donde Judá León pronunció el nombre que es la clave: la vasta criatura a la que apodó Golem. En algún momento, la bella me hizo notar la presencia de los seres mecánicos en la historia de la ciudad: relojes, golems, teatro negro y muñecos animados. El aguanieve que caía de forma esporádica no me permitió fotografiar la sinagoga; recorrimos el barrio hasta que llegamos a la torre del Ayuntamiento Judío, este con dos relojes: el superior que muestra la hora estándar y el inferior con caracteres hebreos que gira en sentido antihorario. Aprovechando una tregua de la fría llovizna y un tímido agujero en las nubes, que dejó pasar rayos del sol, Beatriz se quedó frente a una tienda y retrocedí media cuadra para obtener una buena visión de la torre y sacar un par de fotos. Deliré si algún rabino de la antigua Praga no se habría atrevido con un reloj así, pero que deshiciera el tiempo, como si fuéramos las figuras mecánicas del otro reloj, el del Antiguo Ayuntamiento. Lo comenté a la bella "Kakfkiano andáis", me dijo; "es que todavía nos queda por ver la estatua de Kafka".

Llegamos al hotel a la hora de una Pilsener Urquell, busqué las latas que Beatriz acomodó, junto con los chocolates, en la caja fuerte, en razón de que es el lugar más frío del cuarto y no había lugar en la heladera. No más abrir la caja fuerte, que estaba al ras del piso, vi un objeto plano apoyado contra la pared del fondo. Lo saqué: un teléfono celular con pantalla de cinco pulgadas y media, la toqué, se activó y apareció el fondo de pantalla: la cúpula de una iglesia ortodoxa y un par de frases en caracteres cirílicos que seguramente exigían una clave de acceso. Pensamos cuanto tiempo podría llevar allí y por qué su dueña o dueño no lo había reclamado. Además, la gente no guarda un celular en una caja fuerte: tampoco cervezas ni chocolate. Mientras bebía la Urquell mezclada con aguardiente de cerezas y leía los diarios del día en mi notebook, la bella, investigaba en su tablet sobre el logotipo que aparecía en la parte posterior del teléfono celular. "Cuando salgamos lo devolvemos en la conserjería, los dueños deben estar preocupados", me dijo adivinando mis pensamientos. Finalmente dio con el modelo y me llamó para mostrarme la información que encontró.

Me senté a su lado, le pedí que me leyera lo que había encontrado. Mientras, daba vueltas al teléfono para abrirlo y sacarle la batería, pensé que en algunos negocios de la zona de Once, o de la Avenida Independencia, son capaces de hackearle la cuenta al mismísimo Julian Assange. Beatriz tradujo en voz alta: "nuevo modelo chino, sólo se comercializa en ese país y en algunas repúblicas asiáticas de la Federación Rusa...". Pensé que el mar Negro baña las cosas del lado asiático, pero Crimea también tiene costas en el mar Negro ¿No fue en Crimea donde descansaba Red Grant, el sicópata asesino inglés de la novela From Russia with love, que se había pasado al bando contrario y que llevaba en su muñeca un reloj que marcaba las fases lunares? Durante las lunas llenas se desataban sus impulsos asesinos. "Era como un muñeco de carne, pero mecánico", pensé. Miré el celular y me pareció que vibraba como si fuera la pata de mono del cuento. Lo dejé sobre la mesa.

Recordé que estábamos del lado que supo ser le mauvais côté de la barrière, que en Budapest y Praga hay museos alusivos a la época del pacto de Varsovia y que en la primera, el museo, llamado "La casa del terror", comprende la ocupación nazi y rusa; en la segunda, sin cortapisas: "Museo del comunismo". También recordé al ex oficial de la KGB, Alexander Livtinenko, refugiado en Londres y envenenado con polonio...

Miré el celular sobre la mesa, la presencia de el hombre del saco de tweed trama espina de pescado en tonos marrón claro me acudió, como si nos siguiera desde la primera vez que lo vimos en Budapest Keleti, cuando entró al compartimiento del vagón del tren que nos llevaría a Praha hlavní nádraží.

"Sí, cuando bajemos lo devolveremos en la conserjería. Me extraña que no hayan llamado para reclamarlo. ¿Cuantos días llevará acá?", le dije a Beatriz. Y pienso qué escritor argentino podría haber escrito un cuento con estos elementos. Pongo todas mis fichas en Fogwill, y arriesgo un título: “El hombre del saco de tweed trama espina de pescado en tonos marrón claro”; me acude James Bond en Casino Royale, apostando contra Le Chifre.

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