CON UNA PEQUEÑA AYUDITA DE MIS AMIGOS
Miguel Ortemberg escritor argentino
Literatura, relatos, poesía, literatura latinoamericana, novelas

Sentí la necesidad de moverme, de salir a caminar. Eva dormitaba en mi hombro, le pregunté si quería descansar cómoda un rato y me contestó que sí. Retiré mi cuerpo tratando de que el suyo se apoyara suavemente sobre el almohadón; quedó en posición fetal, acurrucada. Busqué una manta fina, escocesa, con flecos, muy suave, de color rojo y verde que usábamos en los viajes; le saqué los zapatos y la cubrí tratando que no quedaran espacios vacíos por donde pudiera entrar el aire frío. Cuando salí escuché su voz: «Te quiero mucho, gracias»; siempre me agradecía cuando la ayudaba y eso me hacía muy bien.

Cuando la besé por primera vez, una noche a la salida de la Facultad de Medicina, en la plaza, bajo la luz de un antiguo farol, me miró con sus ojos brillantes y me dijo: «Gracias»; fue la primera mujer en mi vida que me agradeció un beso.

Cerré la puerta y salí hacia el pasillo que estaba en absoluta oscuridad, tan sólo una línea de brillo blanquecino acariciaba el umbral de la puerta, lengua inmaterial que avanzaba resaltando el cuadriculado de las baldosas y sugiriendo mentirosamente su color. Recordé que el farol de mercurio de la esquina hacía meses que no funcionaba, producto, seguramente, de una poderosa pedrada. Eso despertó mi curiosidad, ¿de dónde provenía esa luz? Caminé hasta el final del pasillo, tomé con la mano derecha el robusto balancín de bronce y lo hice dar vuelta; la puerta giró sobre el eje de sus bisagras que se quejaron largando un chillido metálico y apareció la verdad: una insolente luna llena me miraba desde un sillón en medio del cielo y se atrevía a ingresar en nuestra casa.

Me senté en el umbral, no quise caminar...

Entonces escuché unos pasos, luego vi una sombra moviéndose líquida sobre la rugosa superficie de la vereda, y en seguida apareció la imagen: Mojarrita, el borracho del barrio, que venía caminando por San Pedro desde Escalada hacia el oeste, trayendo en su mano derecha una botella de vino y un diario enrollado bajo la axila. Se lo veía muy en pedo, tambaleaba, dudaba. Nunca había sido amigo mío y jamás nos saludábamos. Vestía un pantalón oscuro que le quedaba corto, medias marrones, zapatos gastados con la punta hacia arriba, como quebrados, camisa blanca y un saco también marrón, a rayitas. Todo él eran huesos, piel y arrugas; lo miré a la cara cuando pasó, por un instante sus ojos se cruzaron con los míos pero nada veían, hablaba solo o ¡vaya a saber uno con quién! En ese momento descubrí que estaba afeitado, Mojarrita esa mañana se había lavado y afeitado y yo llevaba encima la barba de los últimos cuatro días...

Pensé en Eva y en Mojarrita. ¿Por qué Mojarrita vivía? ¿Quién o qué sostenía su hígado, su corazón, su soledad?; ¿qué voluntad lo mantenía vivo, caminando borracho, desquiciado, enajenado, por la vereda de nuestra casa, donde Eva dormía muriendo y moría durmiendo? Sentado, apoyé los brazos sobre las rodillas y la frente sobre los antebrazos; miraba hacia abajo el pedacito de vereda que quedaba en penumbras bajo mi cuerpo.

Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad empecé a descubrir minúsculos objetos sobre el piso: una interminable fila de hormigas transportando febrilmente infinitos vegetales que les resultaban inmensos. Descubrí basuritas, pedacitos de papel, granitos de tierra, arena, partes minúsculas rojizas de algún ladrillo de alguna pared, y por último el piso; el solado mismo se acercó a primer plano; el color amarillento de los mosaicos, su textura áspera y cavernosa; una pajita de escoba se presentó rodando impulsada por el viento y el cuadro se modificó velozmente, todo cambió de lugar. Pensé en la señora que había barrido con la escoba que perdió esa pajita, después pensé si estaría limpia; un nuevo soplo la arrastraba lejos de mí, pero la agarré entre mis dedos atrapándola con las uñas, la froté en mi pantalón para desinfectarla imaginativamente y me la llevé a la boca.

Mordisqueaba la pajita, la trasladaba con la lengua de un lado al otro de la boca, y entonces las cuentas que pagar, los alumnos que esperaban una clase de historia y el negocio que debía abrir el lunes hicieron su aparición en mi mente. Tenía muy pocas ganas de dar clase y mucho menos de abrir el negocio. Luego vi nuevamente a esas putas hormigas que seguían febrilmente llevando hojas y hojas y ramitas y pétalos de flores podridas a su hormiguero, contentas o tristes, felices o infelices, no sé, pero febriles; para ellas todo era simple, tenía sentido, ¡daban ganas! Las reputié, les dije hablando solo, como Mojarrita:

—Hormigas hijas de puta: yo soy dios ahora para ustedes y si quiero las mato, decido quién vive y quién muere—. Pero ellas no me contestaron.

Por un instante quise ser animal o Dios, piedra o vegetal, pero no humano. Me acordé de la escuela primaria, de un gran pizarrón negro sobre el cual colgaba una lámina satinada, en vivos colores, con todos los seres vivos animados clasificados según la Teoría de la Evolución de las Especies. Al costado la maestra gorda, con los labios pintados de rojo y manos con dedos cortos, agarrando fláccidamente un puntero gastado de pegar contra la mesa, sus cachetes pasados de hidratos de carbono y su voz aguda diciéndonos a nosotros, alumnos inocentes de tercer grado: «...el hombre, animal racional, invertebrados, vertebrados, ovíparos, mamíferos inferiores, mamíferos superiores, el hombre animal superior, el hombre animal superior, repitan chicos el hombre animal superior, repitan, ¡repitan!...».

No me animé a matarlas, no les hice daño alguno, las dejé seguir su camino. A los diez años gozaba matando hormigas, jugando con petardos para las fiestas de Navidad, haciendo explotar sus hormigueros, pisoteándolas, jugando a la guerra o prendiéndoles fuego con alcohol fino en el fondo de mi casa, ¡qué lindo era matar hormigas!, jugar con insectos, cascarudos, mariposas; matar moscas con una palmeta o con veneno, a atraparlas entre los vidrios y las onduladas cortinas de voile. Disponer de ellas como Dios de nosotros, ¡qué paradoja!, ¡cuánta omnipotencia...!, ocurrírsele a uno que puede matar una hormiga por sólo placer a los diez años y putearlas de envidia a los treinta y siete.

Pero estaba rezando sin darme cuenta. Mi piedad para con las hormigas era un rezo indirecto, le estaba pidiendo a Dios que no goce matando lo que yo amaba tanto. Que si no era un Dios niño no podía hacer eso, aplastar a Eva como un insecto o romperla como un juguete para ver qué tenía adentro. Recordé el pecado original y pensé que era una joda, nada justificaba esa actitud de Dios, nada pudo hacerle el Hombre a Dios ten terrible en el Edén para semejante ensañamiento con su criatura.

Esas hormigas, a lo sumo, podían picarme, caminar por mi ropa o mis zapatos, comerse algún rosal del jardín; ¿qué eran ellas comparadas conmigo y qué era Eva comparada con Dios?

Cerré los ojos y dije sin hablar: «Dios, sé bueno con Eva, sé bueno con mis hijos; te ofrezco mi vida a cambio».

No era, en realidad, un dios para las hormigas, sólo podía matarlas, pero no hacerlas nacer. Yo no era un Dios, era, quizás, un verdugo en situación de decidir la dimensión temporal de su existencia.

Los cantos en hebreo que a los trece años un maestro me había enseñado, las luces del templo de la calle Murillo, los rostros de los hombres y mujeres que estuvieron ese día, el auto de mi padre (un De Soto 47), la botella de licor para el rabino, que se me resbaló de las manos, y el anillo de oro que mis tíos paternos me regalaron volvieron a mi memoria. En ese instante, me di cuenta de que era un judío que no sabía rezar; algunas frases en hebreo, «Baruj ata Adonai», y nada más. No podía acordarme los cantos ni sus significados. Eva era cristiana, «Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo...». Inventaba formas raras, parabólicas, de pedir clemencia, protección o esperanza a un Dios que no comprendía.

El viento frío me hizo tiritar y la imagen de Eva durmiendo en el sillón volvió a mí. Me destemplé. La soledad me venció y me entregué definitivamente al sufrimiento, lo acepté fantaseando con mi propia muerte en ese lugar.

Dejé de sentir el corazón latir, no más ruido, no más golpeteo de la sangre contra las venas, no más temperatura, me convertía en cosa, en algo más del frente de nuestra casa, en una basura más de la vereda. Una enorme mano se apoderó de mi hombro izquierdo, era una mano poderosa y suave al mismo tiempo. No me daba cuenta si era real lo que sentía, ¿quién me agarraba?, ¿quién me invitaba a reaccionar, a volver a ser persona?

Escuché su voz, me decía: «¡Adán!, ¡che, flaco! ¿Cómo andás?, ¿qué te pasa?». Recordé esa voz como la música de una vieja canción, era el negro Osvaldo. Levanté la cabeza y lo vi inclinado frente a mí, tenía cabeza de toro, la nariz con grandes agujeros para respirar, recta pero sin aristas, los cachetes macizos, los ojos medio hundidos en las órbitas de color marrón oscuro con gran brillo, poca barba, más bien ralo como los indios de esta tierra, dientes blancos y parejos, labios anchos, tez morena.

El negro era una gran frazada, contenía con sólo llegar. Era como una olla, una morocha cachuza, enorme, gastada y dura donde hacen su caldo los obreros en las construcciones.

La profesión de enfermero de niños en una sala de infecciosas lo había convertido en eso: ¡un contenedor!; muy duro por fuera, «metálico de acero inoxidable» decía él; pero mentía, era duro pero no se parecía en nada al acero.

El dolor ajeno, el horror, el sufrimiento, en vez de destruirlo, de rescatarlo, de transformarlo en un cínico o un insensible, lo habían alimentado. El negro era antropófago, caníbal o planta carnívora. Comía hombres, mujeres, niños. Comía su sensibilidad, sus sensaciones, sus inclinaciones. Convertía en miel lo que para los demás era veneno: el dolor de los inocentes; por eso me hizo bien su llegada.

Atrás del negro distinguí dos personas, y cuando pude articular palabra le contesté con la boca pastosa y amarga:

—¡Hola, Osvaldo!, ¿con quién estás?

—Con Alicia y Luis.

—¿Qué hacen acá a esta hora...?

—Y vos, ¿qué hacés acá congelándote? ¿Estás loco o te querés morir? Vinimos a ver cómo estaban. ¡Vamos adentro! Estás petrificado.

Osvaldo extendió su brazo en palanca, abrió su manaza y me ayudó a incorporarme, nos abrazamos besándonos las mejillas. Después de saludarlo, me adelanté y saludé a Alicia y a Luis, también nos besamos y nos apretamos las manos, trataban de consolarme. Les repetí:

—¿Qué hacen acá un sábado a esta hora?, deben ser las nueve de la noche.

—Las diez —dijo Alicia—. Teníamos muchas ganas de pasar un rato.

—Eva está descansando en la sala.

Entramos caminando suavemente. Eva dormía. La madera del hogar se había consumido, sólo el quebracho se resistía lanzando su roja coloración sobre los objetos, y todo el cuadro reposaba.

Les hice señas indicando la dirección de la cocina, pero Alicia se adelantó y caminó hacia el sillón donde Eva dormía y se quedó mirándola. Alicia era psicóloga y también trabajaba con Eva en el Hospital de Pediatría. Se querían mucho, era «su amiga del alma».

Con Osvaldo y Luis entramos en la cocina, les ofrecí un café y enseguida el negro me preguntó por los chicos porque les había traído unos chocolatines. Le contesté que estaban en la quinta de San Miguel con mi cuñado y la prima Anita. Pero él volvió a preguntar:

—¿Cómo están ellos?

—Muy sensibles..., saben lo que está sucediendo, lo charlamos mucho en familia, no les ocultamos nada.

—Además es inútil, los pibes se dan cuenta de todo.

—Es muy duro para ellos. Gabriel por cualquier cosa llora; Mariana tiene once años; es una edad muy difícil para una nena. Pasa mucho tiempo con Ana y con una compañerita de la escuela, Silvia, que es del grado de ella. Pero se queda al lado de Eva, incluso a veces no quiere salir para estar con ella.

—¿Y el laburo?

—Bien... yo qué sé, sobreviviendo. En la universidad pedí licencia, se me venció ayer; al negocio estuve yendo, no sé si a trabajar pero aparecí; por suerte mi hermano me bancó, tiene mucha fuerza, en situaciones como ésta uno descubre cosas notables de la gente. Carlos es más joven que yo, me está ayudando mucho, él no habla, ¡hace!

—¿Qué dijo el médico de Eva?

—Nada..., nada nuevo.

—¿Está medicada?

—Sí.

—¿Estás bien, Adán?

—...

—¿Qué te pasa?... disculpáme, ¿te puso mal algo?

—No, negro, me pongo un poco lacrimógeno, pero estoy bien. Al contrario, ¡gracias por estar acá! Cuando pasan estas cosas, hay gente que se las pica, se borra. ¡Parece que te mearon los perros! Será por el horror a la enfermedad, o porque tienen miedo de que les pida guita, no sé... Ayer un vecino que siempre hablaba con nosotros, me vio venir y cruzó la calle, ni me saludó.

—¡Andá a saber qué le pasa a él! Hay gente que no sabe cómo relacionarse con alguien que sufre. ¿Sabés con quién estuve?

—No.

—Con los muchachos con los que fuimos a pescar el año pasado a Guaminí.

—¿Cómo andan?

—¡Bien!... te mandaron saludos, querían ir ahora, ya entró el pejerrey, me vinieron a buscar... dicen que traigo suerte.

—Mirá, si traés suerte no sé, pero el lugar lo conocés.

—Y... sí. Hace muchos años que voy.

—¡Lo que no entiendo es cómo pueden venir a buscarte después de verte comer! Esos dos días nos morfamos todo, ¡qué fritanga!

—Sí, la pasamos bien y sacamos algunos matungos. Norma se puso celosa, no me creyó que fuimos a pescar.

—¡Y qué querés si nos comimos hasta las lombrices!, tendríamos que haber comprado unos pejerreyes antes de llegar a casa. ¿Cómo anda la escultura?

—Estuve en el taller trabajando una piedra.

—¿Mármol?

—No, es una piedra cordobesa, bastante blanda..., ¡linda para esculpir!, pero la sacan de las canteras con dinamita y nunca sabés cuando se te parte, encontrás una grieta, golpeás mal y... ¡sonáste!

—¿Qué es?

—Tiene tres lados y tres texturas, estoy trabajando últimamente a partir de lo que encuentro, de lo que me sugiere el material. Una arista es la cara de un anciano, sugería esa imagen y la pronuncié, la otra es como el pelo o la nuca, pero fue apareciendo una redondez suave y femenina... muy sensual. No es nada en particular pero te da ganas de acariciarla. Las caras planas que quedan entre las aristas las imaginé como paredes y empecé a hacerles iconos, signos raros como los de los viejos idiomas, una especie de mensaje misterioso..., todavía no la terminé.

—La quiero ver.

—Cuando vengas por casa te la muestro, tengo otras cosas en cera, chiquitas, que estuve modelando.

El negro enfermero y escultor. Alicia entró en la cocina. Traía en su cara la sensación afectiva que la embargaba. Era alta, delgada, nerviosa, de ojos saltones, cabellos lacios castaños y siempre estaba vestida con polleras tableadas, nunca la había visto de pantalones. Psicóloga... a veces demasiado. Se olvidaba o confundía la vida real con la profesión, con las interpretaciones, parecía fría. Le tenía miedo a su propia fuerza espiritual, a su capacidad de sentir. Daba a entender con su cuerpo que no albergaba sentimientos violentos, sin embargo, experimentaba lo contrario. Tal vez era una deformación profesional. Amiga de Eva desde la escuela secundaria, se habían templado en la misma fragua.

Le ofrecí café, pero nos invitó a tomar un mate y aceptamos. Le pregunté si había hablado con Eva y contestó que no, que había estado rezando. Entonces le comenté:

—Hace un rato en la vereda, antes de que ustedes llegaran, estaba hablando con unas hormigas del barrio y me di cuenta de que no sé rezar, o para qué rezar.

Alicia arrugó la frente como quien escucha una estupidez y con tono sermoneante me dijo:

—Creo que son cosas distintas, pero en vez de hablar de metafísica, por qué no me decís cómo estás vos, qué necesitás...

—Estoy mal, muy desarmado, y necesito que Eva se cure, que no se muera...

—Eso yo no te lo puedo dar, te puedo comprender y acompañar, padecer junto a vos o proponerte que recemos juntos, pero no puedo devolverte la salud de Eva.

—¡Y para qué rezás! ¿A quién?, si nadie te escucha...

—Mirá, si no querés rezar no recés, pero aceptá que yo quiera hacerlo.

—Disculpá, estoy hecho un plomo.

—Estás como podés, Adán, no es fácil lo que te toca vivir..., te voy a contar una cosa. ¿Sabés?, en el hospital, cuando un chico llegaba al límite después de una operación o con una neumonía, cuando ya se había hecho todo lo posible, análisis, intervenciones, tratamientos; después de horas y horas de bancar guardias interminables, cansadas, reventadas; en ese momento empezaba la espera, existía una posibilidad azarosa y... ¿qué hacer?, te sentís impotente. Ya no depende de vos ¿entendés?, entonces con Eva rezábamos, le pedíamos a Dios por esa vida. A veces, vivían; otras, se morían. Si vivían, le agradecíamos a Dios, y si morían nos conformábamos con haber pedido. Cuando se acaba la ciencia, lo racional, empieza el misterio, lo irracional, y preguntarse cuál es la causa de lo irracional es irracional. Por eso, si querés rezar por Eva hacélo, si no, no lo hagas. Si esperás todavía un milagro está bien, esperá, porque todavía vive, está con nosotros y mientras viva vamos a esperar.

—Pero ya no hay nada que hacer y ella está tranquila, se muere en paz y yo estoy en guerra... ¿Por qué se comporta así? ¿Cómo puede mirar de frente su propia muerte?

—No te confundas, en parte es fortaleza pero también hay mucha humildad. Ella se contagió de los chicos.

—¿Qué se contagió?

—Aprendió a morir de ellos. ¿Sabés una cosa?, los chicos no son judíos, ni católicos, ni musulmanes, ni ateos, ni protestantes, sobre todo cuando son muy chicos. Ellos son inocentes, mueren sin quejarse, sin reclamar; no es que no les duelan las heridas, o que no pidan afecto o contención. Simplemente mueren sin reproches, sin pedir explicaciones, sin insultar a Dios ni a nadie. A veces cuando son más grandecitos preguntan adónde van a ir después... ¿entendés?... no tienen culpas que lavar, ni deudas ni reclamos. En cambio los padres son leones furiosos que enloquecen de dolor; eso es lo que pasa con Eva, muere como los niños, con inocencia, con humildad, muere como Cristo; y vos, Adán, la querés mucho. Pero ella es así, no te sientas mal por eso, en parte es un oficio, es muy generosa, muy grande.

La atmósfera estaba cargada de afecto y yo me sentía aturdido, había entendido palabra por palabra lo que Alicia había dicho, pero no quise sentirlo, me negué, tenía miedo de estallar. Lo miré a Luis que permanecía sentado en silencio desde que había llegado y le dije:

—¡Mirá que garrón te tenés que comer! —pero más hablaba..., más descarnado quedaba.

Luis permaneció unos segundos callado, como pensando lo que me iba a contestar, encendió un cigarrillo, largó una bocanada de humo y me miró fijo..., después, con una voz grave y sonora empezó a hablar:

—¡Yo vine porque quise! No soy muy amigo tuyo y con tu esposa tampoco tengo mucha relación, pero la estimo mucho. Estaba escuchando y pensaba en mí.

Hizo un breve silencio y, en tono de confesión, agregó:

—Yo no entiendo de las cosas de Dios, en realidad para mí no existe nada, en una de ésas soy un poco bruto, pero trabajo, soy anestesista y delegado. Nunca quise irme del hospital al sindicato. Mis viejos me enseñaron eso, a querer a la gente; eran panaderos de los de antes. Se levantaban a las cuatro de la mañana para amasar, y nunca le negaban un pedazo de pan al que no podía pagarlo, no les gustaba la hipocresía, ellos decían que eran socialistas. Los viejos en Europa sufrieron hambre en serio, que en paz descansen.

Eva no se metía en política ni participaba en las cuestiones sindicales. Yo la menospreciaba, le decía «profesionalista», «tecnócrata», yo qué sé, la jodía... y ella me llamaba «puerta giratoria» porque decía que yo era un «activista» que daba muchas vueltas y siempre estaba en el mismo lugar. Sí ¡ríanse!, pero a mí me daba un odio terrible. El trabajo sindical siempre lo hice de corazón... Después, con el tiempo, me avivé de que mucha gente antes de tomar cualquier decisión hablaba con ella, la consultaba porque tenía prestigio... Es muy buena en su laburo. Sabe como tratar a los pacientes, al personal, tiene calidez humana. La respeto y le tengo mucho afecto, por eso tenía ganas de venir y estoy bien. No me comí ningún garrón, yo sabía lo que iba a encontrar.

Escuchamos ruidos en la sala, la conversación quedó abruptamente interrumpida; todos miramos hacia la puerta: Eva asomó la cabeza despeinada y se sorprendió de la reunión.

Una gran sonrisa se dibujó en su cara mientras con las manos trataba de acomodarse la cabellera y plancharse la ropa. Luego caminó hacia la mesa. Se besó con Alicia y se dijeron cosas al oído; mientras eran abucheadas por los presentes. Después saludó sorprendida a Luis y al negro Osvaldo; no esperaba la visita. En una fracción de segundo cambió su expresión: se acordó de que no me había saludado, entonces me miró como pidiendo disculpas y me sopló un beso...

Tenía el rostro despejado, se notaba que había descansado. La alegría y las mejillas rosadas me recordaron momentos de plenitud.

Vestía una pollera gris que le habíamos regalado en su cumpleaños, blusa blanca y un saco rosado de lana fina, desabrochado. Cuando se estaba por sentar al lado mío, sonó el teléfono. Se sobresaltó y me pidió que se lo alcance. Por sus palabras me di cuenta de que eran los chicos que llamaban desde San Miguel. Conversó con Gabriel, después con Mariana, y por último con el hermano, Ricardo, y con la cuñada. Hablaba gesticulando; por momentos me miraba, invitándome a besarla, siempre hacía eso en las reuniones, me hablaba con los ojos.

Luis y Osvaldo, mientras tanto, discutían de fútbol. Sonó el timbre y fui a abrir. Era mi hermano que pasaba a saludar unos minutos porque iba para una fiesta. Cuanto todavía no había cerrado la puerta, Martita, una vecina de enfrente, me llamó: gritaba mi nombre y cuando me asomé, la vi correr vestida de batón, zoquetes y pantuflas, trayendo un plato en la mano cubierto con un repasador. Me dijo al llegar, bastante agitada:

—¡Es un bizcochuelo de limón para ustedes!

La hice pasar a la fuerza, porque le daba vergüenza por las visitas. Alicia cebaba mate, Martita cortó el bizcochuelo y lo empezó a servir, Osvaldo y Luis charlaban con mi hermano y Eva no paraba de hablar por teléfono...

Empecé a sentir una sensación de bienestar que me recorrió como serpentina las articulaciones, calentándome.

El ruido que se hizo bullicio, el bizcochuelo, el calor del mate, la compañía de seres queridos y ver a Eva contenta, animada, hablando con los chicos... todo parecía como siempre, como antes de empezar.

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