El sueño del agua
Maria Claudia Otsubo escritora argentina
Literatura, relatos, poemas, novelas, literatura latinoamericana, narrativa argentina

La pava mantenía el calor del agua y las distintas secciones del diario del domingo se desplegaban sobre la mesa junto al desayuno. Las repasaba despacio, disfrutando el ritmo ocioso, lento y calmo de la mañana. Así fue como, por casualidad, mientras hundía otra tostada en el café con leche, encontró el aviso de apenas dos líneas en la sección Clasificados:

 

Buscador de agua se solicita. Trabajos in-situ fidedignos. Requerimos Exp. previa.  Presentarse en X…

 

Sin entender demasiado lo que esto significaba, de igual modo pensó en tomar nota. Buscó entonces en los bolsillos algo para escribir; siempre tenía alguna birome durmiendo en su saco del pijama, y en un espacio en blanco de la hoja de diario anotó la dirección. Después se quedó pensando, los ojos entrecerrados.

Buscador de agua, buscador de agua, su voz comenzó a sonar como una letanía hasta que luego se confundió con el silencio de la cocina como cuando se cae en un profundo sueño.

 

Buscador…

Satís escucha la orden y sin agregar una palabra agacha la cabeza hasta casi tocarse con ella la punta de los pies. Luego se retira retrocediendo sobre sus pasos, sin levantar la vista ni una sola vez hacia el faraón. Una vez afuera, se apoya en una de las gruesas columnas que franquean la entrada y respira aliviado. Es la primera vez que solicitan su servicio en la corte y la responsabilidad de la tarea que le han encomendado le acelera el pulso. Satís se pregunta por qué el faraón lo ha elegido a él, un desconocido. La cuestión no había hecho más que inquietarlo desde temprano, pero ahora que todo ha pasado y que ha comprendido la orden clara y precisa, aleja de sí el fantasma de un castigo. Todos esos pensamientos habían sido un error, una confusión de su parte. Viejo estúpido, se dice a sí mismo mientras al salir va recobrando el aliento.

Lo más pronto que puede, regresa a su casa para buscar el merkhet. No es cuestión de perder el tiempo, piensa mientras prende las velas del pequeño altar. Pasará la noche rezando para que el dios Thot lo ayude; al fin de cuentas, no todos los días se construye un nuevo templo. Satís prende las velas, una por una, despacio y luego se inclina ante el altar de piedra mientras ofrece a su dios el codiciado péndulo, el merkhet, el instrumento cuya ciencia le fue transmitida y que ahora pondrá al servicio de su faraón.

 

Buscador de agua, buscador de agua…

Bolg, aquí, Bolg, allá…, masculla el muchacho con fastidio mientras camina por el sendero húmedo del bosque. ¿Cuándo llegará el tiempo en que pueda revelar que él está en este mundo para otra cosa, para algo mucho más importante que moldear vasijas? Ante el pueblo, él es el hijo de Talief y Talief es el hombre que fabrica las vasijas más perfectas de toda la Galia. ¿Cómo podrá luchar contra esa fuerza tan poderosa que algunos llaman el destino? El muchacho camina por el bosque preguntándose estas cosas mientras se mira las manos grandes y rudas por el trabajo con el barro y la piedra. Nunca haré vasijas tan bonitas como las que hace mi padre, sabe Bolg; nunca me sentaré frente al torno ni moldearé la arcilla porque otro es mi camino. Lo sabe desde que escuchó esa voz dentro de su corazón. Se siente seguro de ello desde que conversó con el druids.  Entonces el sacerdote le había mirado las manos asintiendo y Bolg se había sentido feliz, como nunca antes. Desde ese momento, de a poco, había ido aprendiendo la técnica, cuando el tiempo libre se lo permitía. Pronto –le había prometido el druids– llegaría la hora de conversar con su padre y de mostrar el cayado. Entonces todos en la aldea sabrían de su don y dejarían de tratarlo como a un niño, o dejarían de mandarlo, como hoy: de aquí para allá, ¡Bolg!, de aquí para allá…

 

Buscador…

El indio Miguel no entiende lo que hablan los frailes. Tampoco entiende porque insisten en llamarlo de ese modo, si su nombre es otro, idéntico al que tenía su padre y también el padre de su padre. Pero no encuentra la manera de decirles todo eso. Tampoco los vecinos de Milpa encuentran las palabras. La aridez les ha sellado las bocas. Un polvo pastoso les ha quemado los labios y la memoria. La seca es ya un tajo profundo, una cicatriz en la tierra y en la piel de los cuerpos. Los pozos de Tecomití están secos como el pueblo y por eso, desde hace semanas, todos se congregan bajo la sombra misericordiosa de Nuestra Señora de la Asunción y hacen rogativas para que venga el agua.

El indio Miguel camina y escucha a los frailes resoplando unos metros más atrás. Los frailes tienen la sotana larga que se les enreda entre las piernas. Los frailes transpiran y, por momentos, observan con envidia el cuerpo desnudo del indio Miguel. El muchacho avanza ágil como un animal entre los senderos del monte.

Al fin llegan a un valle, el Tulmiac, y todos se echan a descansar. Ni el ocaso logra refrescar la piel ardiente de los curas. Con la noche, los rumores de las fieras avanzan sobre ellos y los frailes juntan las manos e imploran perdón, mientras el indio Miguel duerme en el más profundo de los sueños.

El indio duerme, pero de pronto tiene los ojos abiertos y una sonrisa extraña curva su boca. Los frailes lo ven ponerse de rodillas, con las manos extendidas. Y se preguntan qué le sucede a ese indio loco, a quién mira.  Ellos no saben porque no pueden ver a la que se le ha aparecido, la Señora linda que en ese momento susurra al oído del indiecito palabras tan misteriosas y dulces.

Ella me lo ha dicho, confesará el indiecito. Ella me lo ha dicho, repetirá más tarde mientras las palas se hunden en el terreno húmedo que como un manantial se abre bajo los pies sedientos de los hombres.

 

Buscador…, buscador de agua…

El pregón se escucha en las calles dormidas. La niña espía detrás de las cortinas al hombre que camina blandiendo su zahori. De la varilla de madera se desprende un dulce zumbido, pero sólo ella puede oírlo. También lo escucha un perro que ha salido a husmear las huellas nuevas. El pueblo mientras tanto despierta: abre sus ventanas, sacude sus sueños y enhebra las herramientas con las que saldrá a trabajar los campos. El hombre de la varilla los observa y espera. Si no es aquí, será más adelante, murmura; otros pueblos ya han brotado por el camino que él transita. Y cuando llegue la tarde, será como predijo: guardará su zahori, acomodará sus pasos y se marchará en silencio. Sólo la niña será quien note que también el perro se va con el hombre, correteando entre sus talones. Desde entonces, sus ojitos guardarán las figuras que ahora caminan muy juntas y que, pronto, como por arte de magia, desaparecen en el horizonte llevándose el eco de la voz: …agua, buscador de agua…

 

Un timbre retumbó en la cocina despertándola definitivamente de su sueño. El hombre miró extrañado su reloj. Ya la pava había olvidado el calor y la mesa, las huellas de café y pan tostado. La mañana había transcurrido.

Despacio se levantó y antes de atender, dejó el diario bajo la escalera. Desde entonces allí duerme, aguardando el día en que se transformará en cenizas. Entonces, el fuego consumirá las hojas y borrará el pequeño aviso junto con las palabras, aquellas que el hombre había escrito sin saber porqué un domingo y que luego olvidó al despertar en un extremo del papel.

 

 

 

 


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