LOS RITOS [1]
María Claudia Otsubo escritora argentina
Literatura, relatos, poemas, novelas

 

De los dos nos separa ahora esto tan definitivo como es la muerte. Quizás de esto se trata, e infinitamente me repito en esas palabras, de la vida, de la muerte y de los ciclos.

 

Los días eran inmensos en la casa de su abuela. Los recuerdos, las sensaciones y las imágenes que quedaron atrapadas en las fotos de la infancia.

Así, de este modo, llega la tarde de las macetas. Y el perfil de ambas, la abuela y ella preparando la hilera de vasijas bajo el alero generoso del patio. No sabe cómo después se llenaron las manos con tierra para enterrar las semillas, ni cómo hablaron de verlas crecer mientras abonaban la espera en esa fila de bocas abiertas.

Solo sus ojos, antes de acostarse aquella noche, retuvieron el espacio de cielo y el desparramo que hacían las estrellas.

—Mañana será un buen día, abuela —quizás dijo su voz.

Aunque no puede asegurar que se durmió soñando. Ni que el sueño tenía que ver con el caminito infinito que existía entre el cantero lleno de plantas y la medianera donde se escondía, con los hermanos, a la sombra del único árbol que, como un misterio, los inundaba de estrellas coloradas.

Las sensaciones, esas de sentirse protegidos, amparados. Como cada brote en las tantas macetas que colorearon el patio.

Y los días se confundieron con las noches. Y esa casa, como un libro que se cierra, se fue quedando a oscuras.

Es la hora de la siesta. Es el momento en que me encuentro con este hombre que hoy me abandona en silencio. Mi tío abuelo japonés. Una figura casi mítica que estuvo alejada por muchos años de mi lado. Llego junto a él cuando aún mis tíos están acomodando todos los detalles que alivian estas despedidas. Uno de ellos me recuerda a mi padre y comprendo que además vengo a este lugar a llorar mi orfandad. Como una niña pequeña necesito el calor de la misma sangre que me consuele ante su falta.

Entonces, me siento en una silla porque no sé qué otra cosa hacer.

Veo a mi tía afanada en los últimos cuidados casi maternales con ese cuerpo que cubre permanentemente de dulces palabras. Y a mi tío, un yerno práctico y respetuoso que pone delante del ataúd una pequeña mesa que enseguida cubre con un mantel de hilo blanco. Las manos de hombre parecen hacerse femeninas en el esmero de acomodar las puntas blancas que caen cubriendo las patas de la mesa. Después lo veo colocar en la superficie una vasija y a su lado, pequeñas velitas de sahumerio.

Mi tía le agradece los gestos con una sonrisa y se apoya en su hombro para descansar.

En ese momento se acerca otro hombre. Con la cabeza blanca, ansioso, se dirige directamente al encuentro de mi tío abuelo. Se queda contemplándolo en silencio; en medio de ambos, sólo la mesa con el ritual preparado por otras manos.

El anciano no se apresura y continúa su diálogo silencioso. Recién después de unos segundos, toma una de las velitas y la enciende. Nada lo urge y por un momento hasta imagino que el hombre juega con la llamita como un niño cuando se encuentra por vez primera con el fuego. Sin embargo, él sabe que no se trata de un juego infantil y finalmente coloca el sahumerio en la vasija y después, con un gesto breve, casi marcial, inclina la cabeza. Es más que una despedida de viejos, de un compañero de rutas o de tantas otras cosas. Él, que prendió el fuego, se esmera en encender la luz que iluminará el camino del amigo y que aligerará la carga de su espíritu.

Junto con el anciano me encandilo con la pequeña llama a los pies del que se marcha. Ambos nos impregnamos del perfume que comienza a brotar del palito encendido.

El anciano se retira y me levanto del asiento. Me acerco al hermano de mi abuelo. Vuelvo a mirar sus ojos oblicuos y cerrados en esa cara tan oriental.

Puedo oír aquella noche en la que le dije a mi abuela «mañana será un buen día»; como cuando con mis manos una vez, y tantas veces, oficiaré otros ritos.

Un doble sentimiento me recorre mientras enciendo el sahumerio: el de ser una extensión y un origen.

 

 

 

 


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