Don Casmurro 7
Danilo Albero Vergara escritor argentino
Literatura latinoamericana, relatos, ensayos literarios

Por si algún lector se entusiasmó con los capítulos I a VI, publicados en Don Casmurro 1, Don Casmurro 2, Don Casmurro 3, Don Casmurro 4 y Don Casmurro 5,  y Don Casmurro 6, anticipo los capítulos VIII y IX.

VIII - Ya es hora.

            Ya es hora de tornar a aquella tarde de noviembre, una tarde clara y fresca, sosegada como nuestra casa y el tramo de calle en que vivíamos. Realmente fue el principio de mi vida; todo lo que había sucedido equivaldría a maquillarse y vestirse como los personajes que tienen que entrar en escena, cuando se encienden las luces, la afinación de los violines, la sinfonía… Ahora es cuando yo debería comenzar mi ópera. “La vida es una ópera”, me decía un viejo tenor italiano que aquí vivió y murió… Y un día me explicó la definición de tal manera que terminé creyendo en ella. Quizá valga la pena contarla, sólo ocupa un capítulo.

 

IX - La ópera

            Ya no tenía voz, pero insistía en decir que la tenía. “El desuso es lo que me hace daño”, aclaraba. Siempre que llegaba una nueva compañía de Europa, él iba al empresario y le exponía todas las injusticias de la tierra y del cielo; el empresario cometía otra más y él salía a bramar contra la iniquidad. Todavía mantenía el empaque de sus antiguos papeles. Cuando caminaba, a pesar de ser ya viejo, parecía que cortejaba a una princesa de Babilonia. A veces canturreaba, sin abrir la boca, algún fragmento más viejo que él o tan viejo; voces así apagadas son siempre posibles. Venía aquí algunas veces a cenar conmigo. Una noche, después de mucho Chianti, repitió la definición de siempre, y como yo le dijera que la vida tanto podía ser una ópera como un viaje por mar o una batalla, lo negó con la cabeza y replicó:

  • La vida es una ópera y una gran ópera. El tenor y el barítono luchan por la soprano, en presencia del bajo y de los demás cantantes, cuando no son la soprano y el contralto quienes debaten con el tenor, en presencia del bajo mismo y los comparsas. Hay numerosos coros, muchos bailes y la orquestación es excelente…
  • Pero, mi querido Marcolini…
  • ¿Sí…?

            Y, después de beber un sorbo de licor, posó la copa y me expuso la historia de la creación con palabras que voy a resumir.

            Dios es el poeta. La música es de Satanás, joven maestro con mucho futuro, que aprendió en el conservatorio del cielo. Rival de Miguel, Rafael y Gabriel, no toleraba la precedencia que ellos tenían en la distribución de los premios. Puede ser también que la música, demasiado dulce y mística, de sus condiscípulos, le fuese abominable para su genio esencialmente trágico. Tramó una rebelión que fue descubierta a tiempo y fue expulsado del conservatorio. Todo habría pasado sin consecuencias si Dios no hubiese escrito un libreto de ópera, al que renunció por entender que tal género de entretenimiento era impropio de su eternidad. Satanás se llevó el manuscrito consigo al infierno. Con el fin de mostrar que valía más que los demás —y acaso para reconciliarse con el cielo— compuso la partitura y, ni bien la terminó, se la llevó al Padre Eterno.

  • Señor, no he desaprendido las lecciones recibidas —dijo. Aquí tenéis la partitura, escuchadla, enmendadla, hacedla interpretar y, si la halláis digna de esas alturas, admitidme con ella a vuestros pies…
  • No, contestó el Señor, no quiero oír nada.
  • Pero, Señor…
  • ¡Nada! ¡Nada!

            Satanás suplicó todavía, sin mejor suerte, hasta que Dios, cansado y lleno de misericordia, consintió que la ópera se interpretara, pero fuera del cielo. Creó un teatro especial, este planeta, e inventó una compañía íntegra, con todos sus integrantes, primeros actores y comparsas, coros y bailarines.

  • ¡Oíd ahora algunos ensayos!
  • No, no quiero saber nada de los ensayos. Me basta con haber compuesto el libreto, estoy dispuesto a compartir contigo los derechos de autor.

            Tal vez esta excusa fue mala, a causa de ella surgieron algunos desconciertos que una audición previa y una colaboración amistosa habrían evitado. En efecto, hay pasajes en los que el verso va hacia la derecha y la música hacia la izquierda. No falta quien diga que precisamente en eso está la belleza de la composición, huyendo de la monotonía, y así explican el terceto del Edén, el aria de Abel[1], los coros de la guillotina y la esclavitud. No es raro que los mismos lances se reproduzcan sin razón suficiente. Ciertos temas cansan a fuerza de repetirse. También hay confusiones; el compositor abusa de las masas corales, encubriendo más de una vez, de un modo poco claro, el sentido. Las partes orquestales están tratadas, por el contrario con gran pericia. Tal es la opinión de los imparciales.

            Los amigos del maestro creen que difícilmente se puede hallar otra obra tan bien acabada. Uno que otro admite ciertas rudezas y tales o cuales lagunas, pero en el desarrollo de la ópera es probable que éstas sean rellenadas o explicadas, y aquellas desaparezcan enteramente, sin que se niegue el compositor a enmendar la obra donde encuentre que no se corresponde con el pensamiento sublime del poeta. Pero ahora, los amigos de éste no dicen lo mismo. Juran que el libreto fue sacrificado, que la partitura corrompió el sentido de la letra y, aunque sea bella en algunas partes, y trabajada con arte en otras, es absolutamente diferente y hasta contraria al drama. Lo grotesco, por ejemplo, no está en el texto del poeta; es un exceso para imitar las Alegres comadres de Windsor. Este argumento es refutado por los satanistas con algún viso de razón. Dicen que en la época en la que el joven Satanás compuso la gran ópera, ni esa farsa ni Shakespeare habían nacido. Llegan a afirmar que el poeta inglés no tuvo otra genialidad que transcribir la letra de la ópera, con tal arte y fidelidad, que parece él mismo el autor de la composición; pero, evidentemente, es un plagiario.

  • Esta pieza, concluyó el viejo tenor, durará mientras dure el teatro, no se puede calcular cuándo éste será demolido por conveniencia astronómica. El éxito es creciente. Poeta y músico reciben puntualmente sus derechos autorales, que no son muchos, porque la regla de la división aquella de Las Escrituras: “Muchos son los llamados, y pocos los elegidos”[2]. Dios cobra en oro, Satanás en papel.
  • Es gracioso.
  • ¿Gracioso?
  • ¿Gracia? —bramó con furia; pero enseguida se calmó y replicó—. Caro Santiago, no tengo gracia, tengo horror a la gracia. Esto que digo es la verdad pura y definitiva. Un día, cuando todos los libros sean quemados por los inútiles, habrá quien, puede que sea un tenor y quizá italiano, enseñe esta verdad a los hombres. Todo es música, mi amigo. En el principio era el do, y el do se hizo re[3], etc. Esta copa —y la llenaba de nuevo —, esta copa es un breve estribillo. ¿No se oye? Tampoco se oyen ni el palo ni la piedra, pero todo entra en la misma ópera…

 

 

[1] Referencias al libro del Génesis en la Biblia. La opera imaginada por Marcolini se inicia desde allí, incluyendo el  “terceto del Paraíso” (donde el deseo humano cantaría a tres voces, por las Bocas de Adán, Eva y la serpiente) y el  “aria de Abel”, el primer hombre que fue asesinado por su propio hermano (F.L.).

[2] “Pues muchos son los llamados y pocos los escogidos”, Mateo: 22-14.

[3] Del original en bastardilla.





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