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DaniloAlberoVergara 8/10/2020 6:58:41 AM
DaniloAlberoVergara
Abuela Emperatriz
Danilo Albero Vergara escritor argentino
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Tags literatura literatura latinoamericana literatura hispanoamericana narrativa argentina Danilo Albero Vergara escritores argentinos escritores latinoamericanos novelas de escritores argentinos
 
Literatura, ensayos literarios, relatos, novelas
 

Es casi mediodía del domingo 9 de agosto de 2020, desde mi escritorio se insinúan las torres de los edificios vecinos. Antes de sentarme a escribir, cumplí con el ritual, que por lo voyerista me pareció cinematográfico -ya es adicción que provoca síndrome de abstinencia-, desde el balcón indago con mis 24 X 50 las ventanas indiscretas que me rodean; ojos abiertos mirando a la nada. Me pareció una adicción cinematográfica porque el panorama da a un infinito contra frente, y mi escritorio es una ventana trasera o Rear Window, que es el título en inglés de la película de Hitchcock, La ventana indiscreta.

Los esfuerzos de “vigía lombardo”, aunque no pequeño y sin final trágico, son vanos; la pesada niebla solo permite adivinar la inmovilidad de los vecinos, acentuada por el nulo tránsito automotriz. La gente debe estar en cama, la oferta de cine y series por cable es infinita y ayuda a que la Fiebre del sábado por la noche se extienda a toda la familia hasta entrada la madrugada. A una semana del quinto mes de cuarentena, casi todos nos hemos vuelto noctámbulos; en mi caso potenciado por un insomnio congénito, por el cual, hace años, salvo excepcionales dos o tres veces por mes -anoche fue una de ellas- nunca me levanto antes de las diez.

Y esta mañana, a la hora del desayuno, desde su retrato en la biblioteca del comedor, la abuela Emperatriz pareció sonreírme por tan tempranero encuentro. Esa foto es uno de los tres recuerdos que me quedan de ella; los otros: su candelero de bronce y el mortero de piedra, donde preparaba su inolvidable “chancho en piedra”, salsa a la que, por demanda del tío Nene, incorporaba ají picante. La niebla no me permitió huronear en las ventanas, pero sí sumergirme en los veranos con la abuela, cuando con mi madre viajábamos a Santiago de Chile para ver a su familia.

La foto oval está enmarcada en un portarretrato de alpaca; pómulos aindiados, chaleco de lana negra abotonado hasta el cuello; una manta anudada debajo de la barbilla le cubre espalda y hombros, además resalta el pesado cabello blanco, peinado en dos trenzas que cuelgan desde sus sienes. Mi madre y tía Moty se deben haber encargado de acicalarla; con seguridad asesoradas por el fotógrafo que la retrató, porque abuela Emperatriz ha posado con la frente ceñida por una vincha de pequeñas monedas plateadas, con certeza una artesanía de su tierra, y parece una machi mapuche. Se la ve más india y mestiza de lo que la recuerdo, pero no por este detalle, sino por sus cuentos y lecturas compartidas.

Era una campesina del sur de Chile, mestiza de madre mapuche y padre vasco, aprendió a leer ya viuda, de grande, pero nunca a escribir; resultado de su reciente habilidad para entender la palabra dibujada, se transformó en una lectora, tan ávida cuanto tardía, de todo tipo de relato. Pienso qué habría ocurrido en su caso, medio siglo y un par de lustros después, bajo el imperio de la caja boba y la pantalla de computadoras, y no solo con ella sino con mis tíos, todos lectores. Así, en su velador, o en una mesa ratona al lado de la reposera en la sala, no faltaban las revistas de historietas, que por aquellos años incluían versiones resumidas de novelas famosas y, en su imaginario mundo de lectora voraz y crédula, Condorito, Dick Tracy, The Spirit y Steve Canyon coexistían en arcádica armonía con Salambó, Martín Rivas y Nuestra Señora de París, muchas de estas en versiones por entregas semanales, seguramente de las revistas “Okey” y “Peneca”, en versiones ilustradas y con globos, que me leía o me hacía leerle. En su carácter de letrada ágrafa, el acceso a la palabra escrita le estaba vedado, podía acceder a las historias ocultas en el papel pero, para fijar las suyas, debía confiar en su memoria o en la de los demás -por aquellos años de mi infancia, ejercitar la memoria formaba parte del currículo de todo el mundo-, y siempre pensé si esta falencia de mi abuela no daría tema para un relato, pero, al momento de escribir estas líneas, pienso en mi caso, soy razonablemente melómano e incapaz de solfear una partitura.

No todo era miel sobre hojuelas, más que machi abuela Emperatriz hacía honor a su nombre, era una zarina autócrata; desde su reposera no daba órdenes dictaba ucases; nadie discutía sus decisiones, por injustas que fueran, y sólo se levantaba de su trono reposera en dos ocasiones: una, a la hora de cocinar; mi madre, tía Moty y Violeta, la primera mujer de tío Nene, sólo eran admitidas en aquel santuario en carácter de aide cuisinières, o de encargadas de las compras, salvo pescados y mariscos, tarea del primogénito tío Nene que también era el sommelier; cuando tia Moty oficializó su noviazgo ese cargo pasó al tío Mario; tío Oscar, quizás herencia de sus años de seminarista, no participaba de estas labores doméstico culinarias, se limitaba a comer y beber. La otra oportunidad en que abuela Emperatriz dejaba su trono era para los paseos sabatinos y dominicales, del brazo de alguno de los tíos, mi madre o tía Moty. Por suerte no acostumbraba ir a misa, pero era más intolerante que Pio IX, nunca terminó de recelar a mi padre porque “todos los argentinos son tangueros y cafishos”.

Un par de veranos viajamos con ella, a un campo que estaba cerca de Talca, allí eran puesteros su comadre Zunilda casada con don Rosa, padres de una hija y un hijo que rondaban la veintena. Era una incursión por el campo del sur de Chile, profundo y feudal, tan presente en estos momentos. Tan presente que, si desatraíllo recuerdos de aquellos veranos, me llevan a otras historias, y a otras, y a otras.

Sigo el fluir de mi conciencia, porque el candelabro y el mortero, traen otras evocaciones. El candelabro tiene un asa en forma de aro, para tomarlo con el índice y el pulgar en pinza, con un soporte para afirmar el pulgar; en los años que pasamos en Brasil se cayó de una repisa y se partió el asa, que hice arreglar con una soldadura de plata. Pero en la cocina hay otro mortero, este de bronce, herencia de mi suegra Ruth, profesora de latín y literatura, otra lectora empedernida y, también, cocinera sin par. El mortero está trizado, cuando pase la cuarentena ahora sé que deberé buscar a quien lo pueda arreglar con soldadura de plata.

 





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