A veces, en busca de inspiración para escribir una nota, las ideas no acuden y la técnica que aconsejaba Hemingway, “No hay nada de qué escribir. Todo lo que haces es sentarte a la mesa con un lápiz y hojas de papel y sangrar”, no siempre resulta efectiva. Entonces, hurgo en dos momentos conspicuos que suelen estar en dos desvanes, separados por cinco años: el primero, un altillo, justo encima de las dos piezas que alquilaban mis padres en la calle Anzorena, y al que se accedía por una escalera externa -la primera travesía que fui autorizado a hacer sólo-, todavía no sabía leer pero me gustaba hojear revistas viejas que estaban apiladas en un estante; el otro estante, cuando cursaba la primaria y sabía leer, estaba en el atelier de don Juan, donde mi madre iba a tomar clases de pintura; en él había una colección de “La Ilustración Española y Americana” de los años ’19 y 20’. De ellas regresan, con un morboso horror que rechazaba y a la vez me atraía como un remolino, las imágenes de semblantes destrozados de soldados de la Primera Guerra Mundial y las prótesis de caucho colorido para recomponer esos rostros; y lo de colorido lo suponía cuando leía y releía los artículos, las fotos eran en blanco y negro. Hace seis años, cuando devoré Nos vemos allá arriba, me enteré de la gran frecuencia de estas tragedias y volví a las fotos del atelier de don Juan -que fueron conocidas, mucho antes, por pinturas y caricaturas de Otto Dix y George Grosz- y el nombre con el que fueron bautizados esos mutilados: “jetas rotas” (gueules casées). Y a estos recuerdos se suman fotos que hice, ambas artilugios para proteger la cara, una en París, en el Musée des Invalides, hace doce años, y otra en el Museo de Historia Militar de Viena (Heeresgeschichtliches Museum); hace cinco, ambas de la Primera Guerra Mundial; la primera es una máscara de cota de malla, como las viejas armaduras medievales; la otra, un bacinete con visera y pequeñas rendijas que permitían ver, como las que usaban los caballeros en sus justas.
A medida que avanzo en mi retroceso hacia el pasado, siento como si hubiera iniciado un viaje en tren, y del cual debo inventar futuras paradas, para eso debo recordar estaciones ya dejadas atrás y rellenar ausencias con fabulaciones, pero el intento de enhebrar en orden los sucesos es como seguir el curso de un gran un río desde sus orígenes, se empieza por ramificados afluentes que se unen en brazos principales hasta fundirse, o confundirse en una sola corriente, que es mi búsqueda actual del relato. Las reminiscencias, por las dispersiones e historias embozadas en recovecos de la memoria que convocan, deben ser manipuladas con cuidado; son como ovejas desperdigadas y es necesario buscarlas desde el recuerdo del que han escapado y arrearlas hasta el corral para que no se mezclen.
Cuando pensé el título -mientras no tengo el título y el final no empiezo a escribir y me limito a tomar notas en un cuaderno- me pareció muy a propósito de la búsqueda de mis añoranzas favoritas, el tema musical de La novicia rebelde, “Mis cosas favoritas” (My Favorite Things), me pareció apropiado, por el desordenado orden de cosas que le agradan a la protagonista, reales o imaginarias, y que aluden a los cinco sentidos, empezando por el “paquete de papel marrón atado con hilos” del tercer párrafo, clara alusión a un regalo. Pero en la búsqueda en YouTube del fragmento donde la institutriz Julie Andrews canta el tema junto con los siete hijos del capitán Trapp, acudió otro tema musical de mi antología de evocaciones, ahora de la película Perfume de mujer (Scent of Woman), cuando el elegante Frank Shade (Al Pacino), oficial pasado a retiro por un accidente, cometido por error suyo, que lo dejó ciego, le da una clase de tango a Donna en el elegante salón del Plaza Hotel de New York. Ella le dice que no sabe bailar y que tiene miedo de cometer un error, Frank Shade se ofrece a enseñarle y le da una respuesta que es casi una divisa porque, además, alude al accidente que provocó su ceguera: “No hay errores en el tango, Dona. No es como en la vida. Es simple, eso es lo que hace del tango algo magnífico. Si comete un error, quédese enredada, solo siga el tango” (No mistakes in the tango, Donna. Not like life. It’s simple, that’s what makes the tango so great. If you make a mistake, get all tangled up, just tango on) -esta cita la tengo anotada en una lista de mis favoritas-. Como no podría ser menos, el tango es el elegido en muchas películas: “Por una cabeza”, por coincidencia sus primeras estrofas aluden a un error a último momento, como el de Frank Shade, “Por una cabeza / De un noble potrillo / Que justo en la raya / Afloja al llegar”. Y estas dos evocaciones musicales me llevan a mis cosas favoritas anteriores: la primera versión de La novicia rebelde -la Familia Trapp-, y Perfume de mujer -el mismo título pero en la versión italiana con Vittorio Gassman en el papel del ciego-, ambas remakes superan con creces a las versiones originales, no siempre es cierto aquello que “segundas partes no son buenas”.
Pero quizás, el primer hilo que me trajo a estas líneas fue el error en que caí anoche, luego de ver la película Promesa del amanecer -me fascinó la vida y aventura del protagonista y su madre porque parecen de una comedia de enredos de Plauto y fantasiosas como las del Barón de Münchhausen-. Busqué la ficha técnica de la película, el personaje, la madre y gran parte de los sucesos narrados son reales. Dos reflexiones a propósito: la de Wilde en La decadencia de la mentira, “La vida imita al arte”; y la de Borges en “El tema del traidor y del héroe”: “Que la historia hubiera copiado a la historia ya es suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible”. Y supe que ya podía inventar estos recuerdos tranquilamente.
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