Allá lejos y hace tiempo, entrevisté a Fogwill -encuentro que, además, resultó una clase personalizada de taller literario de alta gama– para una revista literaria de circulación tan reducida -de nombre cuasi premonitorio, Maniático Textual- que bien podría haber sido un samizdat clandestino.
He vuelto a repasarla, con otra mirada, ahora a través del cristal de metros de libros leídos; en mis comparaciones anacrónicas de estos momentos, percibo que aquella charla fue un contrapunto de estéticas, sedimentadas por siglos en las que, por estar inmersos en ellas, no éramos conscientes. Sería bueno poder comentarlas con Fogwill; sólo cuando nos volvamos a ver, ahora del otro lado del Aqueronte. Nunca releeremos dos veces el mismo libro, ni la misma entrevista, ni veremos la misma obra plástica.
Lo primero que me acude de esa charla es su oído musical y agilidad mental para crear sobrenombres e hipocorísticos, así mencionó a “nuestro mejor escritor inglés”, “Gabriel García Marketing” y otros que tengo vívidos; la luz del entendimiento me hace ser muy comedido.
Lo segundo es su enciclopédico conocimiento de literatura argentina, latinoamericana y universal; y la elegancia como lo incluía en sus conversaciones sin que se notara ni glosar a sus referentes. Cuando en la entrevista dice: “cualquier ama de casa, si tuviera las dotes narrativas de un escritor, contando como se hace un almíbar podría escribir un gran relato” introduce, sin mencionar, la Respuesta a Sor Filotea, de Sor Juana
Fogwill, a propósito de una pregunta que hice sobre Los Pichiciegos, por comentarios en el encuentro, reveló conocer muy bien la obra de Horacio Quiroga y llamó al recurso poético empleado en esta novela “saber discurrir”. Dio como ejemplo que, en charlas de café, quien mejor habla de fútbol, por lo general, no es el más conocedor: es quien mejor discurre sobre fútbol.
En la primera parte de “Los trucs del perfecto cuentista”, Horacio Quiroga comenta que, de acuerdo a creencias más o menos aceptadas entre colegas, no se pueden escribir cuentos de navegantes, campesinos, vagabundos o mineros si el autor no ha sido antes uno de ellos. Y en esta concepción, en estos momentos, veo una coincidencia con Aristóteles, quien sostiene en Poética que el poeta es más convincente cuando está habituado a la vivencia de los personajes sobre los que escribe: “turba más quien ha estado turbado”. Este razonamiento empírico de Horacio Quiroga aflora en sus cuentos ambientados en la selva misionera -resultas de sus vivencias de años en esa geografía-, Hemingway o Jack London en Gente del abismo.
Sin embargo, en la parte final de “Los trucs…”, Horacio Quiroga pulveriza su anterior razonamiento empírico. Y para ello da un ejemplo que, además, revela su dominio del “saber discurrir” de Fogwill: “Juan buscó por todas partes los bulones que deberían asegurar el volante; no hallándolos, salió del paso con diez clavos de ocho pulgadas, lo que le permitió remacharlos sobre el soporte mismo y quedar satisfecho de su obra”. Luego aclara que no todo el mundo tiene presente el largo y grosor de los clavos de ocho pulgadas, pero el hecho de que el personaje haya logrado su objetivo cumple su función, y que el lector juzgue vivo el relato.
Por su parte, antes de Aristóteles, en su comedia Acarnienses, Aristófanes hace que uno de los protagonistas mantenga un diálogo con Eurípides, quien está vestido de harapos para motivarse y escribir su tragedia Télefo. Y en Tesmoforías, otra comedia, un dramaturgo aparece vestido de mujer cuando escribe sobre mujeres.
Volviendo a la entrevista con Fogwill, su reflexión sobre el arte de discurrir vino a propósito de mi pregunta sobre algunas descripciones muy precisas que aparecen en Los Pichiciegos, concretamente una descripción, casi de manual de operaciones, de cómo se debe eyectar un piloto de un avión de caza cuando su aeronave es derribada: “lo vi en una película de guerra y lo transformé en un pseudo -remarcó el prefijo-, pseudoconocimiento… es el arte de la ficción; porque yo de guerra no sé un carajo”. Esta faceta de su poética lo acerca al comentario de Quiroga sobre los clavos de ocho pulgadas.
Pero a continuación, Fogwill agregó que su profundo conocimiento sobre barcos fue fundamental para escribir su cuento “Japonés”; ahora su poética se acerca a la empírica de, Quiroga, Jack London y Hemingway.
Conclusión: todas las poéticas son válidas al momento de enfrentar una página en blanco con todas las historias que puedan contener pluma y tintero. Ya Lope de Vega sentó jurisprudencia en El arte nuevo de hacer comedias en este tiempo: “…y cuando he de escribir una comedia, / encierro los preceptos con seis llaves, / saco a Terencio y Plauto de mi estudio / para que no me den voces, que suele / dar gritos la verdad en libros mudos…”
Coda, a la relectura de una entrevista hecha, hace lustros a Fogwill: seguir a rajatabla el consejo de Hemingway: “Sentarse y escribir hasta que sangre” -en esa oportunidad Fogwill, me dijo que es muy fácil, hacer una novela “basta proponerse escribir una carilla por día, en un año tenés 360 páginas”-; y la de Picasso: “Cuando llegue la inspiración, que me encuentre trabajando”. Citar a Picasso y sus búsquedas estéticas no es casual en estas comparaciones anacrónicas; en Poética, Aristóteles refuerza sus argumentos sobre poesía, tragedia y comedia contrapunteándolos con trabajos de pintores conocidos de su época, algunos retrataron a sus personajes mejores, como los autores de tragedias; otros peores, como los de comedia. Pero no queda obra visible de los pintores mencionados en Poética; debemos creer en lo que él refiere de las comparaciones mencionadas. O en las de Horacio Quiroga, o en las de Fogwill.
Borges, por su parte, en “Pierre Menard, autor del Quijote”, nos dice que es muy fácil volver a escribir el Quijote, basta conocer muy bien el español del Siglo de Oro, recuperar la fe católica, olvidar la historia de Europa de 1602 al presente, y guerrear contra los moros o el turco; escribir es otra manera de leer, leer es otra manera de ver un cuadro, y ver un cuadro otra manera de escribir.
Nunca ojearemos dos veces el mismo libro, ni una entrevista que hicimos en el siglo pasado, ni estaremos dos veces frente a la misma obra plástica. Porque nunca volveremos sobre el mismo recorrido de lectura que habíamos hecho. En reflexiones de Borges: “Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura –nota bene, yo agregaría “y escritura”–: la técnica del anacronismo deliberado, de las atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer Odisea como si fuera posterior a Eneida...”
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