Hay o hubo, una tendencia a la novela histórica, en parte por la anécdota de sospecha con la realidad que conlleva, pero también por una táctica interesante de retratar la biografía de la ciudad en una época, a veces con la idea de explicarnos de dónde venimos, cómo nos cocimos en el jugo de la historia para llegar a nuestra idiosincrasia actual, al menos es uno de los rasgos interesantes de la literatura latinoamericana.
Tratándose de construcciones geográficas, me viene a la cabeza uno de mis autores preferidos, Juan Carlos Onetti, con su Santa María, donde se imbrican personajes únicos con una geografía que el autor conoce muy bien y la habilidad de este autor de descomponer la linealidad temporal e incluso las dimensiones de la propia realidad, como en un intento de representar la realidad de la vida, donde los recuerdos y los relatos propios con que intentamos acomodar nuestra realidad diaria se hace de tiempos invertidos, fragmentarios, mezclados y hasta hacemos nuestro temporalidad ajenas, bajo el influjo de mejorar el relato con la condición de una memora prestada. Juan Carlos Onetti incorpora el espacio geográfico como un marco de contención un ancla donde el pasado y el presente vive una actualidad disipada.
No es de extrañar que a la vez, evoque el trabajo de ese otro gran escritor, Juan José Saer, con su Santa María, otra vez el marco geográfico que es como si le diera excusas a las creaciones de los personajes; cuando en la concepción literaria de un autor necesitan crear las condiciones de realidad, la geografía viene a ser un recurso estimable, el microscosmos alrededor del cual se establecen situaciones de sentido para los personajes. La geografía pasa a ser un personaje más.
A veces, estas geografías no tienen nombre, o por lo menos no se los identifica tan claramente, como el caso de la extraordinaria novela de José Emilio Pacheco, Morirás lejos, donde hay una plaza, una ventana de un hotel y toda la novela transcurre entre dos personajes con un hilo invisible entre esos dos espacios.
Admiro la novelas que transcurren en un tiempo reducido, pero si además la construcción geográfica acompaña es como un plus.
La literatura latinoamericana nos ha dejamos muchos de estos ejemplos, me surge en este momento la novela de Salvador Elizondo, Farabeuf, llamada también la novela de un instante, trata de un hecho que ocurre en un consultorio médico que dura un instante, pero que muestra, justamente que el tiempo no parece estar relacionado al espacio, aunque es más bien una confirmación, a veces la expansión del espacio es la expansión del tiempo, imperceptiblemente, se convierten en una dualidad por la magia del relato.
Otros autores han quedado directamente asociados a una geografía, el imaginario espacial es tan convincente que ya se toma como referente cultural lo que es un ciudad imaginada, de hecho, al incursionar en el análisis de sus obras, la geografía se hace imprescindible en la formación del sentido, Gabriel García Maquez, con Macondo, por ejemplo, de hecho, muchos críticos han encontrado que esta ciudad no es otra que la de nacimiento del autor, Aracata, como si la representación fuera fiel a la geografía real, pero es una fantasía que le debemos al autor, hábil en la reconstrucción de historias y personajes tan parecidos a la realidad y a su vez tan ficcionales.
También podemos hablar de Jorge Amado, un autor poco nombrado, pero que ha generado una literatura haciendo honor a su ciudad natal Bahía, en Brasil, en este caso la Bahía de fantasía lleva el mismo nombre que la real, y la construcción de personajes es igual de inseparable de la gente de Bahía.
Hay muchos otros ejemplos, y sin duda es un recurso que seguirá apareciendo en nuestra literatura, ya que los escritores latinoamericanos llevamos esa carga de amor por nuestra geografía, tan fuerte que no es posible que nuestras historias ocurran en otro espacio más que el espacio textual.